jueves, 7 de febrero de 2008

José Martí: Líder y masa


Por: Pedro Pablo Rodríguez

30 de Enero, 2008


(Cubarte).- Los estudiosos de la vida y la obra martiana han insistido en señalar la voluntad de servicio que animó al Maestro a lo largo de su vida. Tal rasgo de su personalidad lo manifestó expresamente, además, al fijar el alcance de los propósitos de su acción. Así, por ejemplo, en más de una ocasión caracterizó la guerra de independencia de Cuba como obra de servicio americano y universal que contribuiría al equilibrio del mundo.

En Guatemala, en una carta fechada el 27 de noviembre de 1877 para el director de un periódico, al referirse a la “gran madre América”, escribió “Para ella trabajo!—De ella espero el aplauso o la censura.”

Ya entonces, a los 24 años de edad, expresaba el esencial sentido latinoamericanista de su actuación, del modo siguiente: “Vivir humilde, trabajar mucho, engrandecer a América, estudiar sus fuerzas y revelárselas, pagar a los pueblos el bien que me hacen: este es mi oficio. Nada me abatirá; nadie me lo impedirá.”

La misiva a Valero Pujol, un español republicano residente en Guatemala, se cierra con esa declaración acerca del sentido de su vida.

Obsérvese la suma de acciones de claro planteo ético en las que hay un desarrollo progresivo de lo individual a lo social, referido en este caso a su compromiso latinoamericanista. Así, comienza por el modo de vivir, que sería siempre humilde, prueba de la influencia de la moral cristiana en su comportamiento a la que se atuvo siempre, seguida de la que sería su dedicación permanente al trabajo. Ambos aspectos, indudables virtudes para cualquier conducta personal, sirven de base entonces a la misión continental que el mismo Martí se asignaba: engrandecer a América, entendida en este contexto, obviamente, como América Latina, a la que por entonces ya llamaba nuestra y madre. Y esa labor de hacer grande a su tierra, a la gran patria, significaría una entrega de sabor ético. Por un lado, él estudiaría sus fuerzas para revelárselas: sus capacidades personales, pues, estarían al servicio del Continente, y ello, por otra parte, sería el modo de retribuir el bien que esos pueblos le entregaban. Y, aunque no lo aclara, me parece lícito inferir que el bien proporcionado por esos pueblos cubría desde la propia acogida que en ellos se hacía al proscrito como la misma manifestación en ellos de la identidad continental que le conducía esos grandes ideales de perfeccionamiento y desarrollo de nuestras sociedades.

Ese oficio que el joven Martí se atribuía, a pesar de su indudable nobleza, no dejaba, sin embargo, de tener un cierto sabor mesiánico: él revelaría sus fuerzas a América. Él, por la pureza de sus intenciones, y de cierto modo también por su talento y voluntad, cumpliría esa tarea de poner a sus tierras en el conocimiento de sus fuerzas De alguna manera, pues, Martí se veía a sí mismo como una especie de guía, de conductor que podía distinguir lo que otros no podían. La acción clave que desempañaba su personalidad se condensa entonces en esa acción de revelar.

Cuatro años después, la comprensión de su rol histórico se precisaría mucho más, y se asentaría en la acción liberadora. No por gusto durante el tiempo transcurrido Martí se había metido de lleno en el movimiento patriótico cubano dentro de la Isla y en la emigración para figurar desde entonces en su liderazgo. Había debatido con los autonomistas que aspiraban a meras reformas dentro del sistema colonial, había conspirado contra España, había confraternizado en el peligro con los más variados representantes de los sectores populares lo mismo en la Isla que en la emigración, se había relacionado con los héroes de la Guerra de los Diez Años que seguían firmes en su patriotismo y con los que deseaban la paz.

Con esa experiencia política y humana, enriquecida con sus análisis de los fracasos de la guerra grande y de aquella segunda llamada Chiquita, en cuya conducción participó, arribó a Venezuela en enero de 1881. Dos conclusiones importantes presidirían su conducta política desde entonces: el pueblo es el verdadero jefe de las revoluciones y la revolución cubana tenía que ser de reflexión, no de cólera, de meditación creativa y no estallido iracundo y desesperado. En Martí, pues, la independencia se concebía como una verdadera revolución social, liderada y en función de las clases populares, ejecutada con organización a fines bien establecidos y mediante organización y planes bien elaborados.

Tales experiencia y conclusiones explican el cambio en su apreciación acerca de su oficio respecto a lo escrito en Guatemala. En la carta de despedida a otro director de periódico antes de su partida de Caracas, dice: “De América soy hijo, a ella me debo. Y de la América, a cuya revelación, sacudimiento y fundación urgente me consagro, esta es la cuna…”

En primer lugar, véase su declaración filial con (su) América: es el hijo, luego ella es la madre, y como tal el hijo tiene Martí el deber de preocuparse y de ocuparse por ella. No es inquietud intelectual, ni siquiera agradecimiento por el bien que recibía de sus pueblos: ahora es obligación moral ineludible hacia la que le había dado la vida, hacia la madre.

Y entonces, por otra parte, ¿cuál es su papel personal? El primero, revelarla a ella. Hay un cierto y sutil matiz distintivo con lo escrito en Guatemala: ya Martí no se ve a sí mismo como el conocedor, como el veedor de las fuerzas de su tierra para él revelárselas a ella, sino que de alguna manera él es una especie de intermediario, que efectivamente llega a apreciar esas fuerzas y las revela, más que a la propia América (o sea, a sus pueblos) al mundo. Se trata de que evidentemente Martí, como se aprecia desde entonces en todos sus textos al respecto, ya ha madurado su idea de que hay que impulsar una magna pelea por la concertación de la unidad continental para mostrarse en su plena originalidad y ser fuertes ante los obstáculos internos y los acechantes enemigos de fuera.

Su segundo papel consistía en sacudir a América, a su patria grande. Se trataba, pues, de sacarla del letargo, de la modorra en que la sumían los rezagos coloniales, las estructuras arcaicas, el apartamiento de los sectores populares luego de las independencias. Había, es obvio, que incorporar a su América desde sí misma al mundo donde marchaban cambios acelerados y se aprestaban a ritmo veloz nuevas hegemonías y dominaciones.

Por último, su tercera acción sería fundar, crear, dar a luz, justamente a su América nueva. Así reforzaba la idea de que la América de su tiempo requería de una sacudida, del cambio con fuerza y decisión para ser otra América.

El revolucionario tiene entonces plena conciencia de las tareas que la historia y las circunstancias epocales imponían a su gran patria y a su gente. Por eso, y por tratarse de trabajar para su madre América, ya no habla en su carta de Caracas de su oficio sino de su compromiso personal, insistiendo así en el deber moral. De igual manera, la fundación no era necesidad a largo plazo sino, más que inmediata, urgente. A todas luces, desde 1881 se hallaban listas para Martí las fuerzas e intereses contrarios a ese porvenir de novedad para su América que él se planteaba.

La continuidad de las tres acciones, además, nos señala que Martí apreciaba su tarea no como la de un mero observador, narrador o analista, pues de la revelación pasa al sacudimiento (esto es, al agitar con rudeza) y de ahí a la empresa superior, al propósito final y novedoso: el de fundar la América nueva. La relación dialéctica entre una y otra acción, en que una abre paso a la otra y de hecho las tres se interpenetran, nos indica su idea de que se trataba de un proceso histórico-social y no muestra o deseo de su voluntad como individuo: el revolucionario José Martí se apreciaba como un intérprete de su tiempo que intentaba aprovechar los factores favorables a su juicio, para encaminar su América a una refundación, a cambios de indudable carácter renovador, revolucionario.

Ahí está la clave de la temprana madurez martiana que sus estudiosos y biógrafos destacan desde su estancia venezolana, cuando sólo tenía 28 años de edad, la que ampliaría y redondearía a lo largo de los años ochenta de aquel siglo XIX y se haría plena durante su ejecutoria al frente del movimiento patriótico cubano a partir de 1891.

No hay sombra de mesianismo en Martí, sino conciencia plena de revolucionario intérprete y al servicio de los intereses populares, que buscó desde entonces el desarrollo de las condiciones propicias para su proyecto transformador. Como él mismo escribiría años después en Patria, el primero de abril de 1893: “La idea de la persona redentora es de otro mundo y edades, no de un pueblo crítico y complejo, que no se lanzará al sacrificio sino por los métodos y con la fuerza que le den la probabilidad nacional de conquistar los derechos de su persona.”

Fuente: CUBARTE










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